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Apología de un alineamiento activo

La política de alineamiento con Estados Unidos dio esta semana frutos inesperados cuando el Secretario del Tesoro, Scott Bessent, salió al rescate tras el resultado electoral en Buenos Aires, anu...

La política de alineamiento con Estados Unidos dio esta semana frutos inesperados cuando el Secretario del Tesoro, Scott Bessent, salió al rescate tras el resultado electoral en Buenos Aires, anunciando un paquete de apoyo a la Argentina que contempla la negociación de un swap por 20 mil millones de dólares entre otros instrumentos.

El anuncio de que Estados Unidos “hará lo que sea necesario” calmó a los mercados, pero como dice el lema libertario, no hay almuerzos gratis. Aunque se desestimó el tuit de Bessent sobre eliminar exenciones fiscales al agro—mientras China avanza en la compra de soja—, el apoyo de Washington seguramente implicará revisar los swaps chinos y un mayor distanciamiento de Pekín en otras áreas.

Estas contrapartidas sugieren que un alineamiento forzado por la delicada situación del gobierno de Javier Milei no es una decisión óptima para el país. Por eso, mientras en Estados Unidos se da un debate sobre la racionalidad estratégica de estas medidas, un debate similar también debería darse en Argentina.

¿Alineamiento o tercera posición?

En América Latina la sabiduría convencional sugiere que lo mejor en política internacional es lo que el embajador chileno Jorge Heine llama “no alineamiento activo,” y el académico argentino-brasileño Matías Spektor denomina “sentarse en la valla.” Por su corrección política y diplomática, esta opinión es pocas veces rebatida, pero es preciso ponderar la alternativa estratégica.

En una visión realista de la política internacional, los estados subordinados como Argentina gozan de cierto margen de autonomía dentro de los límites tolerados por las grandes potencias, pero este espacio se reduce drásticamente cuando las potencias—como Estados Unidos y China—ejercen presión para alinear a los países en sus áreas de influencia, ofreciendo palos y zanahorias. En estas circunstancias, cuando la polarización es alta y las capacidades de un país son limitadas, una política de alineamiento puede tener sentido.

Polarización, capacidades y áreas de influencia

En escenarios de polarización como el actual, resulta cada vez más difícil y riesgoso mantener buenas relaciones con ambos polos sin traspasar las líneas rojas de ninguno. La escalada de tensiones entre Pekín y Washington ha reducido notablemente el margen para la ambigüedad, y no cuesta imaginar como, en un escenario de polarización aún mayor—como una eventual invasión de Taiwán—la neutralidad se volvería inviable.

Un factor para considerar son las capacidades del país. Bloques como la Unión Europea o grandes economías como Brasil—que no necesitan zanahorias y pueden resistir algunos palos—cuentan con cierto margen para caminar en la cuerda floja, aunque con costos altísimos. Brasil ya lo sufrió con aranceles adicionales del 40% a sus exportaciones, pérdidas que los swaps e inversiones chinas difícilmente compensen. La India ofrece un caso similar, mientras Japón refleja el karma europeo de quienes en su momento se volvieron demasiado dependientes de Estados Unidos en defensa y hoy ya han cedido.

La presión es mayor en países menores en el área de influencia de una potencia. Panamá, clave por su posición y por haber reconocido a China en 2017, cedió a las presiones de Trump: canceló su participación en la Franja y la Ruta y forzó la venta de capitales chinos en puertos cercanos al canal, un claro alineamiento que, por otra parte, China comprendió como inevitable. Venezuela ilustra los costos de alinearse con China en el hemisferio occidental: la Cuarta Flota hunde embarcaciones en el Caribe y la inteligencia estadounidense conspira con generales de Maduro, ejerciendo niveles de presión inauditos desde la Guerra Fría.

Una historia de malas elecciones

El historial argentino de no-alineamiento en contextos de fuerte polarización internacional consiste en una larga lista de lecciones amargas. Durante la Segunda Guerra Mundial, Argentina se mantuvo neutral hasta dos semanas antes del sitio de Berlín. La decisión, primero alentada por Gran Bretaña para asegurar alimentos pese a los submarinos nazis y luego por la ideología de los golpistas de 1943, derivó en un boicot aliado con graves daños económicos.

El no-alineamiento argentino tuvo costos en la Guerra Fría: la “tercera posición” peronista la dejó fuera del boom de posguerra, y la dictadura, en vez de adaptarse a la política de derechos humanos de Jimmy Carter, enfrentó a Washington vendiendo granos a la URSS pese al embargo. La Guerra de Malvinas fue el clímax de esa hubris, cuando los militares creyeron que un acercamiento a Moscú equilibraría el apoyo de Washington a Londres tras el fracaso de la mediación de Alexander Haig.

Carlos Escudé documentó magistralmente los costos del no-alineamiento. Luego sería injustamente acusado de ser autor intelectual de la política de “relaciones carnales” y alineamiento automático con Washington en los 90. Pero en realidad Escudé había planteado otra cosa: un alineamiento activo.

¿La hora del alineamiento?

El gobierno de turno sabe (demasiado) bien que la Argentina ya no es lo que era. A diferencia de Brasil, su economía no ofrece margen. Como Panamá, es estratégica para Estados Unidos en una región cada vez menos dispuesta a aceptar la política (bipartidaria) de aislar a China. Coyunturalmente, un mayor alineamiento es inevitable por la afinidad ideológica y personal entre Milei y Trump, así como por los intereses financieros y electorales del gobierno.

Pero en los tiempos que corren el alineamiento no deja de ser una estrategia riesgosa por varios motivos. Primero, si Argentina perdió brillo, Estados Unidos tampoco es lo que era: ya no es la potencia en ascenso de la posguerra, sino un actor que, pese a su primacía tecnológica y militar, enfrenta un serio contendiente en China.

Segundo, un mayor alineamiento enfrenta dos obstáculos internos: sectores económicos poco complementarios con Estados Unidos—como el agro que busca exportar a China o industrias protegidas—y un nacionalismo antiestadounidense arraigado.

Tercero, China también tiene poder de fuego y un alineamiento automático con Estados Unidos puede cruzar sus líneas rojas. Así como el envío de naves a la Guerra del Golfo generó altísimos costos, hoy cualquier política similar debe asumir que los rivales de Washington también juegan con zanahorias y con palos.

Un alineamiento eficiente exige un estado inteligente y una diplomacia profesional y discreta, que negocie proactivamente con Estados Unidos y maneje con cautela la relación con China. Si vamos a entrar en una nueva etapa de “relaciones carnales” es preciso que sea en clave de realismo periférico de Escudé y que nuestro alineamiento sea activo, no automático.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/politica/apologia-de-un-alineamiento-activo-nid26092025/

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