La serie argentina más comentada en estos momentos es Menem, donde Leonardo Sbaraglia interpreta al fallecido ex presidente argentino y que puede verse en Prime Video. Es interesante, de todos modos, que cuando revisamos el cine nacional hecho desde los años noventa, son menos frecuentes los análisis o las alusiones al menemismo que, por ejemplo, a la última dictadura militar. No implica que no sea un tema tratado –al menos lateralmente– por el cine, pero es al menos curioso que la revisión suele ser elíptica. El golpe del 76 o la crisis de 2001 son, con mucho, temas más recurrentes en nuestra pantalla grande. Las razones son más históricas y políticas que estéticas, pero aquí vamos a mencionar aquellas que realmente tocan el tema cara a cara.
En primer lugar, resulta también extraño esa especie de divorcio a medias entre las películas nacionales y la era Menem. Porque sin la era Menem, de hecho, no habría existido la explosión cinematográfica posterior, que llega –con crisis y todo, al menos en el nivel de cantidad de películas– hasta nuestros días.
Datos duros: en 1990, primer año del gobierno de Carlos Saúl Menem, se estrenaron 19 películas nacionales (entre ellos, Últimas imágenes del naufragio, de Eliseo Subiela, y Yo, la peor de todas, de María Luisa Bemberg). En 1991, 24. En 1997 fueron 37, pero allí hubo una explosión de films muy taquilleros: Comodines, La furia, Dibu-La película, Cenizas del paraíso y Martín (Hache) tuvieron números impensados antes. Y más tarde llegaron los primeros grandes títulos de lo que se llamó Nuevo Cine Argentino, películas como Pizza, Birra, Faso; Rapado, Mundo grúa y La ciénaga. De allí en más, la cantidad fue creciente.
¿Qué había pasado? Que en 1995 se modificó la Ley de Cine, se creó el Incaa, se estableció el sistema de subsidios que hoy, con modificatorias, continúa, y hubo una intervención decidida de la entonces poderosa televisión en la producción para salas. La ley modificada fue la “Ley Solanas”, dado que fue el legislador y cineasta quien impulsó el cambio. Que aparecieron en un momento virtuoso: había cineastas nuevos que querían hacer otra cosa y salían de las escuelas de cine (sobre todo de la Enerc estatal y la FUC privada), una crítica no complaciente y más moderna (la revista El amante fue central en esto) y aparecieron los festivales: primero Mar del Plata, desde 1996, y luego Bafici, desde 1999. Esas muestras también implicaron romper con la hegemonía de pocos estrenos. Por último, el uno a uno permitió modernizar equipos que eran obsoletos. Es decir: lo que sucedió durante la administración Menem fue la semilla de lo que se generó después.
Y muchas de esas películas, sobre todo las más independientes, mostraban las dos caras de esa época, no salo la de los ganadores del sistema. Uno de los grandes aciertos de Pizza, Birra, Faso, de Israel Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, fue no solo ser un thriller con todo el género a cuestas, sino mostrar a Buenos Aires lejos de la postal como un lugar ambiguo donde a la rutilancia moderna se le contraponía una marginalidad operativa. Y contaba una historia, además, una policial con acción y suspenso.
En ese film, tanto como en Rapado, de Martín Rejtman (una película genial y adelantada a su tiempo, que mostraba cómo era la juventud de entonces, entre la falta de horizontes y la ironía, algo que se repetiría con su clásico Silvia Prieto), el paisaje urbano y el paisaje social reflejaban ese mundo ambiguo, de luces y corrupciones, que fue la era Menem.
Sin embargo, podemos seleccionar cinco películas que realmente tocaron el asunto de manera concreta y con alusión directa. Dos de ellas (las más directas, de hecho) son las dos últimas ficciones de Pino Solanas: El viaje y La nube, ambas relacionadas entre sí. Solanas, se recuerda, fue baleado en las rodillas tras denunciar al menemismo. Había sido aliado en las elecciones de 1989 y diputado, pero cuando se privatizaron las Galerías Pacífico (que pertenecía a Ferrocarriles Argentinos) después de que él hubiera elevado un proyecto para hacer allí un centro cultural, quedó en la vereda opuesta.
El viaje cuenta el recorrido en parte iniciático de un joven personaje (Walter Quiroz) en busca de su padre, durante el cual reencuentra sus raíces latinoamericanas. Pero una parte sucede en una Buenos Aires alegórica, inundada de aguas cloacales, recorrida por botes donde trabajan los “soreteros”, que levantan –la alegoría no es sutil– el excremento que flota en las calles. El presidente es el “Presidente Rana” (Atilio Veronelli) vestido de blanco e imitador directo de Menem. Era la manera de Solanas de mostrar la corrupción y las falsas apariencias que se convirtieron en íconos de esa época (incluso si es un ícono no demasiado ecuánime).
Pero La nube es más sosegada y mucho -muchísimo- más interesante. Sin odios, protagonizada por Eduardo Pavlovsky (gran amigo de Solanas) que incluye en la puesta fragmentos de su Rojos globos rojos, se cuentan las decepciones del personaje respecto del propio mundo cultural. Es sintomática la secuencia en la que visita a un excompañero de ruta que hoy trabaja para el Gobierno y le muestra cómo cierto lugar se transformará en un shopping, un retrato exacto de lo que sucedió con las Galerías Pacífico.
El film muestra una Buenos Aires en lluvia constante, con una “nube” también alegórica que modifica sus perspectivas y sus luces. “Después de la inundación, vino la lluvia”, dice el relato en off al comenzar el film. Solanas retrata a la Argentina de entonces como ese lugar gris, y con esa decisión de puesta en escena –que es de las más interesantes del realizador, con extensos travellings laterales a la manera de Leonardo Favio, con momentos de evidente inspiración teatral y secuencias multitudinarias y épicas–, mostraba un universo en el que ya no tenía cabida.
De algún modo, fue profético porque en cierto sentido el menemismo –donde se encontraba la derecha peronista con exmontoneros, todos con los mismos negocios– implicaba el final del ideario de los setenta. El lector podrá aducir que tal ideario volvió con el kirchnerismo; requeriría otra nota elucidarlo dado que, como diría Kipling, “esa es ot
En el centro de este quinteto de películas es necesario incluir Mundo grúa, el debut en largometraje de Pablo Trapero y un auténtico clásico. La película, rodada en blanco y negro, en fines de semana, con amigos, costó muy poco dinero y resultó un éxito. Es cierto que “éxito” en la medida en que lo fue la distribución (nadie estrenaba en 1999 con más de 10 copias: la saturación del sistema de exhibición por parte de las majors fue uno de los legados de las administraciones de Jorge Coscia y Liliana Mazure entre 2001 y 2014), pero generó un movimiento notable.
La historia era la del Rulo Margani (su personaje era casi él mismo), exbajista de la banda beat de los setenta Séptimo Regimiento (su hit fue “Paco Camorra”) y hoy un tipo maduro que busca trabajo e intenta aprender a manejar una grúa en altura. Tiene una puesta en escena muy precisa. La película comienza con las grúas gigantescas que están modificando el paisaje urbano. Como invasores extraterrestres –el film alude a elementos que recuerdan la ciencia ficción, como un pinball de Terminator 2 o un estrambótico automóvil casero que aparece en el último tercio– esas grúas parecen ominosas representaciones de un poder cuyo verdadero rostro no vemos. Y el Rulo es un dinosaurio, alguien de otro tiempo que se encuentra en un mundo que desconoce totalmente.
Es justamente el ambiente, la aparición de la modernidad en forma de máquinas, la vida entre recuerdos que se van diluyendo (el bajo del Rulo, algunas fotos) y el paso inexorable del tiempo y, sobre todo, de una era, lo que sostienen el clima a veces extraño de una película cuyas peripecias son costumbristas. Lo que sucede con el Rulo cuando solo puede aceptar un trabajo en una mina en Río Turbio recuerda el conflicto de otra obra argentina sobre el fin de una época, Barranca abajo, de Florencio Sánchez. La película no necesitaba decir “menemismo” para mostrar cómo era ese universo.
Quedan dos, que son películas absolutamente simétricas. Una es una comedia de costumbres; la otra, una comedia policial, pero ambas incluyen una componente de la picaresca (universal) y fueron grandes éxitos, Nueve Reinas (2000) y Luna de Avellaneda (2004).
La primera, opera prima del malogrado Fabián Bielinsky, narra un día en la vida de dos estafadores (Ricardo Darín y Gastón Pauls) y de cómo se ven envueltos en la búsqueda de ciertas estampillas que podrían constituir un golpe salvavidas. Más allá de que la película –sobre todo, su epílogo– adelanta el tema central del cine en el siglo XXI (qué es verdad, qué no), muestra como constitutivo del país que dejaba el menemismo un universo doble, uno donde debajo de la superficie se mueven delincuencias varias e intereses oscuros.
Pero la ética que sostiene la película, especialmente el personaje de Darín, es el “sálvese quien pueda” de la relatividad ética, quizás la definición más precisa de lo que fue en términos morales. Buenos Aires es en el film –como en Pizza..., como en Mundo...– un lugar de aspecto real y funcionamiento fantástico. Pero para que creamos en lo que pasa debemos entender cómo era el paisaje moral de esos tiempos no tan diferentes de estos, pero fundacionales.
Luna de Avellaneda, de Juan José Campanella, es la historia de un club de barrio que lucha por sobrevivir ante el avance de cierta forma de la modernidad y muchas de sus taras. Darín tiene aquí un rol complementario al de Nueve Reinas: es el tipo solidario, amante del barrio, que intenta quijotescamente sostener el club contra viento y marea cuando, además, tiene la posibilidad de emigrar.
Es necesario decir que la película es una prueba de cómo cambia una obra de acuerdo con su contexto. El “villano” del film es el personaje de Daniel Fanego (uno de los mayores actores de puro cine de la Argentina) y el clímax es la discusión sobre si vender el club o mantenerlo abierto entre los dos personajes. Campanella explica que la película se concibió cuando el kirchnerismo no existía, se escribió en 2002 y se filmó en 2003.
“La sensación entonces era que Menem iba a volver a ganar -explica-. Cuando la escribimos tuvimos mucho cuidado, sobre todo en esa discusión final entre Darín y Fanego, de no hacer del personaje de Daniel un corrupto, que no fuera entre honestidad y corrupción, sino entre una mirada pragmática y liberal, y otra más social demócrata. Darín no pide que alguien pague, sino ‘hagámoslo nosotros mismos’. En ese momento, con la crisis de 2002, la sensación era que estábamos todos en el bote. El ‘que se vayan todos’ tenía como contrapartida el ‘salvémonos todos’, no había una sensación de país partido, como luego con el kircherismo o ahora mismo; acá y en todo el mundo la cuestión es dividir y encontrar culpables.
“Mi visión era que el país siempre había vivido su historia a través de las divisiones tajantes, y entonces sí había una sensación de unión y de que podíamos refundar el país. Por eso lo del carnet al final: cuando Darín lo encuentra, comprende que ser argentino es inevitable, porque es inevitable haber nacido acá. El personaje entiende que, cuando uno se va, se lleva todo consigo, no abandona”.
Vista hoy, cuando aquella bella, tremenda discusión entre dos posiciones honestas ante una misma realidad era posible, Luna de Avellaneda representa el camino que pudimos tomar tras aquellos noventa ambiguos y frívolos, llenos de corrupción y de modernidad. Y el cierre de un ciclo de ficciones sobre un tema que, hoy, parece haber dejado de lado el análisis reposado para convertirse, nada más, en una serie de eslogans.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/el-cine-argentino-en-la-era-menem-nid03082025/