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Poner el cuerpo: ¿por qué el cine esquiva los desnudos de adultos?

Nancy Stokes -no se llama así ni siquiera en la ficción, pero es el nombre falso que usa para sus encuentros sexuales en un hotel londinense- se saca toda la ropa y por primera vez, a sus sesenta...

Nancy Stokes -no se llama así ni siquiera en la ficción, pero es el nombre falso que usa para sus encuentros sexuales en un hotel londinense- se saca toda la ropa y por primera vez, a sus sesenta y tantos, el espejo le devuelve la imagen de una mujer hermosa.

Goce sin edad. El erotismo y el placer sexual después de los 60 dejan de ser un tabú para la mujer

Ella sonríe con cierto placer tardío. La audiencia se emociona; se percibe en ese silencio hondo y súbito que a veces se oye en los cines, como un vacío que pega de golpe en la boca del estómago.

El momento pertenece a Buena suerte, Leo Grande, el film de Sophie Hyde de reciente estreno en Argentina, en el que Emma Thompson encarna a esta mujer viuda y sexagenaria -’Nancy’- en búsqueda de ese paraíso que siempre le fue esquivo: el orgasmo.

La escena con su cuerpo maduro revelado evoca otra -a primera impresión, opuesta-, retratada en 2015 por el director italiano Paolo Sorrentino. En Juventud, Michael Caine y Harvey Keitel son Fred y Mick, dos grandes -la tentación es decir ‘viejos’- amigos, que pasan juntos una temporada de reflexión y sosiego en un spa al pie de los Alpes.

Fred, un compositor semi retirado, y Mick, un cineasta famoso pero con un bloqueo creativo que lleva demasiados años, se sumergen a diario en ese jacuzzi a la caza de inspiración para sus proyectos finales. La rutina está en paz, hasta que un día aparece ella -aparece y lo sacude todo-. Una Venus exuberante y ajena que los ubica en la órbita actual que recorren: la del ocaso; dos artistas en busca del remate. “¿Quién es?”, le pregunta en un susurro el personaje de Caine a su amigo. “Dios”, contesta Keitel, sin quitarle a la chica los ojos de encima.

Y sin embargo, no es cómo la miran. Es lo que piensan cuando la miran, desnuda, envuelta únicamente en vapor, tan impúdica como una oportunidad perdida.

La observación del cuerpo ajeno, a menudo oscilante entre lo despiadado y lo lascivo, queda en cambio retratada en esta escena como un gesto de pura admiración. No es la joven modelo escultural (Madalina Ghenea). Son estos dos hombres adultos, también desarropados pero hundidos hasta el cuello en las aguas termales -anteojos incluidos-, los que colman de hermosura el relato. Son ellos los que logran que la belleza siga presente en todas sus formas, aferrada tanto a la seducción de la piel como a la de la imaginación y la experiencia, desapegada de los años. No obstante, sus cuerpos envejecidos están ocultos. El desvelamiento total ocurre en ella.

Más de dos décadas antes de ese flechazo cinematográfico en el jacuzzi suizo, Keitel sí se desnudó de frente, a sus 53, en Un maldito policía (1992), de Abel Ferrara. El escenario es completamente distinto: en la nocturnidad de una Nueva York sórdida, el teniente, más oscuro y contaminado que la ciudad misma, está con dos mujeres en la antesala de un trío. Tiene la cabeza repleta de alcohol y quién sabe qué más, y mientras de fondo suena Johnny Ace (un músico que se mató jugando a la ruleta rusa en los años 50), él baila sin ropas. O se contonea en un vaivén errático, como sus sentimientos. Es un desnudo exigido por la crudeza del papel y Keitel está, como siempre, a la altura. Pero verlo sorprende, tanto como sorprende verla ahora a Emma Thompson, por la infrecuencia con la que el cine exhibe cuerpos adultos de manera explícita -y si son varones, esto trasciende incluso la cuestión etaria-.

Pioneras de la piel

El primer desnudo en pantalla grande se remonta a la era muda. Lo hizo Audrey Munson en Inspiración (1915), un drama de George Foster Platt. Munson, que no era actriz sino modelo, había sido musa para más de una docena de estatuas en la realidad, y eso mismo recreó en la ficción. Después vino Hedy Lamarr en Éxtasis (1933), la película de Gustav Machatý que la transformó en un símbolo del erotismo, y que convulsionó a la audiencia cuando se proyectó en el Festival de Venecia. Dos mujeres. Tenían 24 y 19 años, respectivamente.

“Nos han lavado el cerebro”: Emma Thompson habló de lo difícil que fue hacer un desnudo en su última película

Joanne Entwistle, una especialista británica en personificación e industrias culturales, estudió en profundidad el tema. En el libro El cuerpo y la moda apuntala la cuestión desde lo sociológico: el cuerpo desnudo nos resulta inapropiado en el ámbito público porque “el mundo tal como lo conocemos es un mundo de cuerpos vestidos”, dice. Esa representación está tan aferrada que se infiltra en las artes -una manifestación pública-, incluso cuando se narran situaciones de la cotidianeidad, de lo privado, y más aún si involucran el paso del tiempo.

Por esto se sigue pensando en el vestuario como la apariencia ‘normal’, o esperable, de los intérpretes en escena. Especialmente si son -ahora sí, vale el término- ‘viejos’, o están corridos de esos constructos de lo deseable y lo bello (hegemónico, usamos hoy), porque el desnudo en el arte siempre se representó según los cánones ideales de cada época.

Pese a todo lo anterior, otros intérpretes de más de 50 dejaron caer la máscara de la estetización extrema en las últimas décadas y pusieron el cuerpo. En el sentido más real posible.

Una actriz que nunca esquivó los desafíos de su profesión, Charlotte Rampling, se mostró a los 71 en ese retrato descarnado de la condena social llamado Hannah (2017), del italiano Andrea Pallaoro. Antes, a sus 63, lo hizo en Life During Wartime (2009), de Todd Solondz -donde además Allison Janney, que tenía 50, se desvistió-.

Helen Mirren escapó muchas veces a los prejuicios de la cámara. La más reciente fue Love Ranch, dirigida en 2010 por Taylor Hackford (su esposo) y con Joe Pesci en el coprotagónico . Un poco anterior, La primavera romana de la Sra. Stone (2003) también viene a la mente, con Mirren en el rol de una viuda rica que percibe su propio envejecimiento como un destrozo. El mismo año Chicas de calendario, si bien mucho más light, le exigió a la actriz inglesa delatar bastante piel.

A una Holly Hunter treintañera se la evoca al natural en La lección de piano (1993) -de Jane Campion (El poder del perro), con Keitel como partenaire- aunque más cerca del presente tuvo escenas de desnudez parcial, con casi 60 años cumplidos, en una serie de HBO que no tuvo destino de grandeza, Here and Now. Igual Juliette Binoche (enViaje a Sils María, de 2014) y Meryl Streep, que descubrió más que su espalda para No mires arriba, el año pasado.

Por necesidad y heroísmo

En Cegados por el sol, ese minucioso esteta que es el realizador Luca Guadagnino mostró un full frontal masculino tan cuidado como lógico -la acción transcurre en una piscina-. El film es de 2015 y Ralph Fiennes, el hombre desnudo en cuestión, o en pantalla, tenía 54 en ese momento. ¿Fue intimidante hacerlo?, le preguntó la prensa en Venecia. “Para nada”, contestó. “Fue necesario hacerlo”.

El caso de Viggo Mortensen es por dos: se arriesgó entero en Capitán fantástico (2016), cuando tenía 58, pero a los 49, en Promesas del este (2007), de David Cronenberg, marcó uno de los pasajes más crudos que se recuerden de un actor totalmente expuesto. En una escena heroica que supera los tres minutos (una eternidad, y de nuevo: sin nada de ropa), su personaje, un mafioso ruso, se cruza en una pelea memorable dentro de un sauna (calor, espesura, azulejos manchados con sangre…) contra dos sicarios perfectamente vestidos. Es un dato no menor que, desde lo estético, refleja la asimetría de roles entre la ‘víctima’ y sus atacantes: estar desnudo implica fragilidad. O, como decía el crítico John Berger, que fue a la vez pensador y hacedor de las artes, “estar desnudo es ser uno mismo”.

Alguien que, del lado de acá entendió bien el juego del desvestir en la madurez, desde luego que con su particular sello de extravagancia, fue Jorge Polaco. En su obra, el cuerpo exhibido es la constante; un recurso que trasciende el marco visual y se vuelve un estado íntimo del drama. Cuando hizo La dama regresa, en 1996, su protagonista fue una mujer de 61 años: Isabel Sarli. Y decir ese nombre es decir todo, en este contexto.

Pero más allá de los cánones y de esa preferencia tenaz por la juventud, tan emparentada con la iconografía de los dioses, la estrechez de desnudos en el cine está atada a otro problema, insoportablemente mundano: la cuestión financiera. En la mayoría de los mercados importantes (Hollywood es el más grande y el más puritano de todos), cuando una película contiene desnudos frontales completos recibe la limitante calificación de ‘Apta para mayores de 18′, que sigue siendo una sentencia de muerte para muchas producciones. Y este es un enredo del cual el arte no logra escapar (al menos no del todo): las -¿anacrónicas?- reglas del juego de la industria.

Por eso es una buena noticia que una directora independiente de 45 años lo haya logrado en Buena suerte, Leo Grande. Y un privilegio que su protagonista sea Emma Thompson, que tiene 63 y se lleva puesto ese full frontal majestuoso en esta historia.

En Buena suerte… la trama gana fuerza porque ese cuerpo es como es: auténtico, y porque esa mujer se mira a sí misma por primera vez, como siendo mirada. Entonces, al salir de la sala, uno sospecha que los cuerpos perfectos son los que dicen la verdad. Son los que tienen andanzas, marcas del tiempo, zarpazos de cirugías, quizás manos nudosas, salpicaduras de lunares, dobleces… Trazas de vida vivida.

Es 2022. Tal vez la industria se despierte. Justo como el personaje de Emma.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/la-nacion-revista/poner-el-cuerpo-por-que-el-cine-esquiva-los-desnudos-de-adultos-nid15082022/

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